Por Dr. Bernardo Campos
Instituto Iberoamericano de Ciencias y Humanidades
Perú
El presente artículo tipifica al movimiento pentecostal en América Latina y discute el cambio de paradigma en la oferta de salvación como clave para entender su incursión reciente en la esfera pública. Recordemos tres casos emblemáticos previos de participación en la vida pública de América Latina: Chile, Nicaragua y Guatemala.
Luego abordamos los casos relativamente recientes en Perú, Costa Rica y Brasil para notar los cambios en el modo de participación política de los pentecostales y sus consecuencias sociales, religiosas y políticas.
La hipótesis que manejamos aquí es que, a partir de los años 80s, debido a causas socioeconómicas y políticas externas al pentecostalismo (factores exógenos), y al deseo de afirmar su legitimidad frente al catolicismo hegemónico en el Campo Religioso, así como al ser criticado constantemente de prácticas fuga mundi por protestantes y católicos (factor endógeno), se produjo un cambio dramático en su concepción y oferta de salvación.
En lugar de ofrecer únicamente la salvación espiritual de la gente, los pentecostales como otros movimientos religiosos contemporáneos, comenzaron a ofrecer salvación material, prosperidad económica y la conquista de los poderes temporales de la tierra como anticipo del Reino celestial hoy y aquí. Producto de ese cambio de paradigma, que va del cielo a la tierra (orbis mundi) los pentecostales incursionan en la política para establecer el Reino de Dios y no para establecer un gobierno secular como proyecto político (Campos, 2020).
Palabras clave: pentecostalismos, presencia política, oferta de salvación, Reino de Dios.
Abstract
This article typifies the Pentecostal movement in Latin America and discusses the paradigm shift in the offer of salvation as a key to understanding its recent foray into the public sphere. We will recall three previous emblematic cases of participation in the public life of Latin America: Chile, Nicaragua, and Guatemala. Then we address the relatively recent cases in Peru, Costa Rica, and Brazil to note the changes in the mode of political participation of Pentecostals and their social, religious and political consequences.
The hypothesis that we handle here is that, from the 80s, due to socio-economic and political causes external to Pentecostalism (exogenous factors), and the desire to affirm its legitimacy against hegemonic Catholicism in the Religious Field as well as being constantly criticized for fuga mundi practices by Protestants and Catholics (endogenous factor) there was a dramatic change in their conception and offer of salvation. Instead of offering only the spiritual salvation of the people, Pentecostals like other contemporary religious movements began to offer material salvation, economic prosperity and the conquest of the temporal powers of the earth as an advance of the celestial Kingdom today and here. As a result of this paradigm shift, which goes from heaven to earth (orbis mundi), Pentecostal dabble in politics to establish the Kingdom of God and not to establish a secular government as a political project (Campos, 2020).
Keywords: pentecostalisms, political presence, offer of salvation, Kingdom of God.
Introducción
Durante los últimos 40 años, las Iglesias Evangélicas de América Latina acentuaron especialmente su participación a nivel de la sociedad política, desplazando a segundo plano su modo usual de participación en la sociedad civil. Ello habría atrasado la construcción de espacios democráticos alternativos y, en su lugar, habría fortalecido la clase política ya existente. Los grupos religiosos, por lo general, adoptan plásticamente diversos modos de participación en la sociedad, según como se les sea favorable una determinada coyuntura nacional con utilización mutua de los aparatos del Estado a beneficio de intereses privados. Entre ellos el de la propia religión o bien el de los intereses de una clase dominante (clientelismo político-religioso)
Al participar en Política, los evangélicos y pentecostales habrían logrado, sobre todo, un nivel de legitimación en el proceso de afirmación de los nuevos sujetos emergentes como son las minorías étnicas, raciales, religiosas, etc., en los diferentes países. Siendo así, las motivaciones últimas de participación política se cifrarían en la búsqueda del poder para reinar (i.e., establecer en la tierra el Reino de Dios) y no necesariamente para gobernar políticamente el país. La categoría Reino aquí tiene una connotación más bien religiosa, equiparada a la noción de instaurar el gobierno de Dios sobre la tierra a través del sacerdocio (teocracia), y no el establecer un gobierno político para la conducción de sus respectivos países (Amat y León, Oscar y Campos, Bernardo 1997; Campos Bernardo, 2016). Se trataría, entonces, de un poder en el que la Iglesia tendría el control de la sociedad con fines más bien mesiánicos que políticos propiamente (integrismo).
Hoy se discute, si el mayor aporte de las iglesias en las sociedades pasa por su participación en la vida política o si por el fortalecimiento de los pocos espacios de organización comunitarios, es decir, por el fortalecimiento de la sociedad civil actualmente en proceso de reorganización.
Dos motivaciones matan o desplazan la escatología del interés religioso: la desesperanza fruto de la injusticia social que afecta a los más pobres, tradicionalmente religiosos, y el optimismo fundado en un presente existencial y hedonista, que se supone a sí mismo más allá de toda religión y de toda ética o exigencia de la ley. Ambos son consecuencia de la época. La desesperanza, que se produjo entre los años 80 y 90 fue hija del desencanto, tras la crisis de utopías con la caída del bloque socialista (Olea, 2010)
Luego de la caída del bloque soviético en los 90 y el fin de la polarización capitalismo-comunismo, la dimensión política de las religiones aparece en el centro de las reflexiones de las ciencias sociales. La caída del bloque socialista tuvo -entre múltiples causas- la participación de instituciones, creyentes y símbolos cristianos que colaboraron a su disolución. Al mismo tiempo la homogeneidad del mercado desbocado diluye los sólidos de la modernidad, debilita sus oposiciones históricas en el campo político-partidario y aparece el mundo religioso -en su multiplicidad, diversidad y globalidad- como uno de sus posibles puntales (Malimachi, F. 2004)
Se produjo igualmente un optimismo infundado producto de un avivamiento religioso caracterizado por apartarse del mundo en un movimiento hacia Jesús, con reclusión hacia la esfera privada en la búsqueda de una espiritualidad con experiencias intimistas.
Deslizamiento hacía un optimismo político y económico
Entrado ya el año 2000 en el campo religioso fuimos testigos del deslizamiento de un intimismo espiritualista hacía un optimismo político y económico, más abierto al mundo (orbis mundi) y con carta y ciudadanía. Contrariamente a lo imaginado, el terror al fin del mundo por el cambio del milenio (año 2000) no llevó ni a la humanidad, ni a las religiones, a un retorno a la escatología futurista sino, por el contrario, los llevó a una reinterpretación de la historia en términos de la búsqueda del desarrollo material y la prosperidad económica.
Este “aplazamiento” de la urgencia escatológica, característico de las primeras comunidades cristianas (Siglo I) y de los milenarismos posteriores (s. XVI, XX y XXI), podría hacer perder de vista la importancia que tiene la escatología para la praxis política o para la comprensión o articulación de una teoría y una práctica políticas de inspiración cristiana, expresadas en términos del Reino de Dios (Campos, 2009; Rocha. L, 2013)
Queda a aún por investigar cómo es que se produce este aplazamiento de la escatología y qué agrupaciones o movimientos religiosos son los que lo experimentan y por qué. Para ello será necesario considerar la variedad de corrientes o tendencias religiosas en el campo protestante, a fin de hurgar de dónde nacen esas ideas para ubicarnos correctamente en el panorama sociopolítico y religioso de nuestro continente.
Desde nuestro ángulo teológico, debemos preguntarnos además por la relación entre la escatología y la pneumatología, toda vez que quienes aplazan la llegada inminente del reino (propia del pre-milenarismo) favoreciendo una restauración del poder divino con mediación de la iglesia aquí y ahora (teocracia post-milenarista) aducen haber recibido mediante eventos de revelación (profecías, sueños, visiones, etc.) el mandato de Dios para comprometerse en la actividad política. Debemos seguir todavía nuestra búsqueda con un planteo de consecuencias ético-políticas que comporta una cosmovisión religiosa para la cual la iglesia no es más ya la servidora de Dios entre los hombres, sino la llamada a gobernar y a asumir el poder político, pero todavía con fines religiosos.
Cambios en la oferta de salvación
Como hemos señalado en nuestro resumen de presentación, a partir de los años 80s, debido a causas socioeconómicas, y políticas externas al pentecostalismo (la Guerra Fría entre Estados Unidos y la Unión Soviética, el terrorismo mundial, el flagelo del sida y otras grandes tragedias como la pandemia por COVID-19), y el deseo de afirmar su legitimidad frente al catolicismo hegemónico en el Campo Religioso (factor endógeno) (Wynarczyk-Semán, 1994: 29-43; Fuenzalida, 1995), se produjo un cambio dramático en la concepción y oferta de salvación. En lugar de ofrecer únicamente la salvación espiritual de la gente, los pentecostales como otros movimientos religiosos, comenzaron a ofrecer salvación material, resolución de conflictos sociales, prosperidad económica y conquista de los poderes temporales de la tierra como anticipo del Reino celestial hoy y aquí (Campos, 2020; Pérez Guadalupe, 2018: 34-40)
Producto de ese cambio de paradigma, los pentecostales incursionan en la política para establecer el Reino de Dios (asunción de un Poder para Reinar) y no para gobernar o para establecer un gobierno secular como proyecto político (Amat y León-Campos, 1997: 12). La compra y venta de bienes de salvación no queda en lo puramente simbólico, sino que se desliza hacia lo material. Como la salvación puede asociarse a escapar de un peligro, ya sea real o simbólico, ahora no se trata ya solo de “salvar almas para Cristo”, sino también de salvarlas de la pobreza y la marginación social, de liberar a las personas de angustias y problemas terrenales a fin de que paren de sufrir.
Pierre Bourdieu y la teoría de los campos: político y religioso
Siguiendo esta línea de análisis definimos el campo religioso como esa porción del espacio social o el lugar en que actores e instituciones religiosas se organizan alrededor de un sistema simbólico con características peculiares. En la teoría de Pierre Bourdieu (1971ª: 295-334) “lo sagrado está marcado por eventos sobrenaturales y el intercambio de bienes simbólicos de salvación”, (Bourdieu 2009: 81) manteniendo relaciones de transacción u oposición con los otros campos de la realidad social: el campo económico, el campo político, el campo social, el campo médico o de la salud, etc.
La teoría de los campos es útil en la medida que permite explorar por separado diversos ámbitos de la realidad, a condición de que se tenga conciencia de la interacción con las otras esferas del quehacer social, así como de la interdependencia entre ellos.
El campo político puede ser entendido también como el espacio en el que tiene lugar la búsqueda y el ejercicio de poder en el ámbito de lo público, que abarca tanto al Estado y sus instituciones de gobierno, como la “lógica, racionalidad, pasión y mitos, producidos por el pueblo”.
Georges Balandier define lo político como “el dispositivo estructural que organiza la dinámica de una sociedad en función de las desigualdades presentes en todo cuerpo social, para organizar las oposiciones y la cooperación dentro del grupo bajo los principios de autoridad y poder”. De ese modo el campo político se caracteriza por comprender un sistema de asociaciones simbólicas no objetivas que organizan en el imaginario colectivo los sistemas de clasificación, identificación-comunión y comunicación, mediante una diversidad de modos de participación consientes o inconscientes, y mediante la presencia o ausencia de los actores sociales en la actividad política (Balandier, 1992: 14)
La pregunta que surge inmediatamente es por la especificidad de los campos político y religioso, toda vez que ambos organizan muchas veces los mismos sistemas simbólicos mediante metodologías y estrategias diferentes. Lo que en un estudio de los campos aparece con frecuencia es la semejanza y no la diferencia entre uno y otro. Los partidos políticos se organizan como asociaciones autoritarias, centradas en el culto al líder el cual ejerce su poder cuasi divino a través de un grupo “sacerdotes” y “profetas” especialistas de lo sagrado cercanos a él. Por su parte, los seguidores organizan su sistema de producción cultural con los mismos elementos básicos con que se organizan las religiones: son masas necesitadas de salvación, construyen mitos de salvación como superación del caos y siguen la dirección de un líder carismático, capaz de movilizar sus intereses y de guiarlos cual un mesías hasta la tierra prometida del bienestar común.
En cambio, la religión busca de forma consiente diferenciarse de la política tanto en las formas del ejercicio de la autoridad como en las fuentes del poder. Cuando la política ejerce poder lo hace usando en última instancia el mecanismo de la coerción. En su lugar, la religión opera preferentemente mediante el mecanismo del convencimiento o la persuasión. Uno utiliza la fuerza de las armas (la espada), el otro la fuerza del espíritu (la cultura, la ideología religiosa, la esperanza mesiánica, etc.). Según el entendimiento de Jesucristo el uno, la política, busca “enseñorearse”; el otro (la religión) debe buscar el servicio a los demás. Es lo ideal.
La noción de “campo religioso”, lejos de establecer linderos o zonas limítrofes para una y otra actividad de los grupos humanos (la actividad política vs. la actividad pastoral) lo que muestra es más bien la especificidad o intencionalidad de estas. Ambas, sin embargo, operan mediante mecanismos similares apelando a lo sagrado para legitimar o imponer motivaciones supuestamente colectivas.
Pareciera que la diferencia es de procedimiento, pero no de método y naturaleza. Esto ha dado pie para que los científicos sociales refieran la existencia de “religiones políticas”, “religiones civiles”, “religiones naturales”, “religiones profanas”, del mismo modo cómo —en el sentido inverso–se produce en las religiones diversas formas de ejercer el poder político (una política y una economía religiosas en el interno de la iglesia, así como el ejercicio directo del poder político en la sociedad civil mediante una política de alianzas entre la Iglesia y el Estado (clientelismo político/religioso).
Ambos se mueven mediante “sistemas de creencia” con grupos de especialistas dotados de un conocimiento que solo ellos son capaces de explicar. Ambos “venden” (intercambian) “bienes simbólicos y/o materiales de salvación”. Ambos comparten formas de poder (poder político, poder religioso). Ambos apelan a las masas humanas donando identificaciones ideológicas y forjando identidades (identidad política/identidad religiosa), sin que ellas se vean como necesariamente antagónicas. Ambas pretenden fines trascendentes (la política busca el bien común, gobernabilidad de la ciudadanía terrena; la religión busca la salvación personal y colectiva, el establecimiento del reino de Dios, la ciudadanía celeste, el Paraíso Terrenal,) y ambos tienen metas inmanentes como el bienestar social, cultural y económico, estado de derecho (la justicia y la paz). La religión y la política son así dos caras de la misma moneda.
En efecto, la historia de las religiones (Borgeaud, 2004; Eliade 1996) así parece comprobarlas, pues, desde la organización más incipiente de la sociedad (agraria, preindustrial) hasta el presente (industrial y post industrial) la religión siempre ha jugado una función legitimadora de la realidad social (status quo) o promotora del cambio social (función protestataria en la terminología de la sociología francesa de la religión), así como ordenadora del ethos cultural de los pueblos.
Hasta muy estrada la modernidad, por lo menos en occidente, religión y política han sido dos formas de un mismo ejercicio de poder. Con la modernidad, los procesos de secularización y el nacimiento de las ciencias sociales y políticas (siglo XVIII), se logra una división del trabajo humano diferenciando esferas o campos de acción, donde lo religioso fue quedando relegado a la esfera privada y lo político al ámbito de lo público. Especialmente en Europa, donde los procesos de modernización capitalista produjeron un secularismo extremo, pronosticando al mismo tiempo sino la desaparición total, al menos el ocaso paulatino de la religión en el futuro casi inmediato (Xabier Comte, Auguste, 1851-1854). En América, y especialmente América Latina, la realidad ha sido adversa a tales pronósticos y, por el contrario, se produjo un afianzamiento de la religión, y el pluralismo religioso (Mauricio, Beltrán, 2013).
La Iglesia católica Romana, como uno de los actores mayoritarios de la religión cristiana en América latina, ejerció con intervalos y no sin escándalo, un poder detrás del trono. Ella llegó incluso a ser favorecida por quienes elaboraron la Constitución de los países con tradición cristiana, mayormente católicos, afirmando su hegemonía mediante la firma de concordatos entre el Estado Vaticano y los Estados nacionales (Pérez Quiroz, 2004) Ciertos sectores del protestantismo evangélico, en diversos países de AL y El Caribe, están logrando recientemente hacer negociaciones con los Estados nacionales para que favorezcan o aseguren la estabilidad y respetabilidad religiosas. Es el caso de Chile, Guatemala, Puerto Rico y Brasil con los pentecostales.
Ensanchamiento del campo religioso
Ahora bien, una vez establecida las similitudes, habría que discutir, como sugiere Fortunato Malimachi para el caso argentino, si no estamos ante un “ensanchamiento” del campo religioso hacia el campo político, como podría serlo también hacia el campo médico. Según Malimachi en todo campo hay una lucha por el monopolio de la legitimidad y por la imposición de la definición (…) los límites de este campo religioso son los que están en discusión en América Latina. Límites que se expanden por diversos lados. Uno hacia el campo médico y el cuidado de la salud… en el último tiempo este campo se está ensanchando hacía el campo político que también vive una profunda reestructuración debido a los cambios estructurales en el Estado y la sociedad (…) Los que monopolizan el campo político descalifican toda presencia política proveniente de otros campos (en este caso el religioso) con los (des) calificativos de fundamentalismo, fanatismo, oscurantismo, etc. (Malimachi, 2007; Campos, 2001: 24-29)
Así, en el campo médico y de la salud, todos los que intervienen (el médico, el curandero, el sicoanalista, el hechicero, el “manosanta”, el sacerdote) intentan imponer su definición de enfermedad y en consecuencia su concepto de salud y salvación; todos dicen curar. Entre los evangélicos es por demás conocida la creencia que el verdadero concepto de salud física, mental, o psíquica, espiritual, es el que manejan los creyentes a partir de su comprensión bíblica. ¿Cuál es el límite del creyente al intervenir al enfermo en busca del restablecimiento de su salud? ¿Cuál es el límite en el cuidado de la salud emocional y espiritual de los enfermos y qué campo queda para el pastor o sanador si compite con el médico?
Igual cosa pasa en otro orden de necesidades en el campo político cuando como parte con la religión la promoción de una nueva Constitución Política, el establecimiento de la verdad, la justicia y la paz en la sociedad, la afirmación de un estado de derecho: La vida democrática, o la búsqueda del bien común y la libertad, aspectos todos ellos propios del campo sociopolítico.
De la propuesta del Malimachi podemos inferir que las posibles ”limitaciones” o tal vez las “posibilidades” de intervención, están reguladas de un lado por la “especialidad” y por otro por “la tradición”, sin mediar ninguna legislación laboral que limite el cuidado de la salud, pues de hecho la intervención –la manipulación- de la enfermedad por parte de una diversidad de especialistas de distinta formación y con distintos modos de conocer, se da en la cultura a vista y paciencia de los gobiernos y con el consentimiento dela sociedad civil. Por el contrario, lo que observamos en los últimos años es la incorporación – asimilación – de los conocimientos de medicina tradicional en el acervo de la medicina científica o clínica. Mutatis mutandis pasa lo mismo con la religión en la esfera pública. De hecho, interviene en la vida pública, pero confunde la finalidad, que es la búsqueda del bien común en términos socioeconómico-políticos.
En la comprensión teológica, el trabajo religioso (el ministerio), está internamente regulado por una comprensión “vocación” o el llamamiento divino. Se dice en los círculos evangélicos que un pastor o un evangelista que ha sido llamado al ejercicio del ministerio sagrado (cuidado de las almas, predicación de la Palabra de Dios, administración de los sacramentos, cuidado de la salud espiritual de la nación) no debe ni puede dedicarse a la actividad política durante el ejercicio de su ministerio congregacional. Si desea hacerlo, deberá ser tras un llamamiento especial de Dios para involucrarse en la actividad política, especialmente si es partidaria. No es bien visto, es decir no cuenta con la legitimidad o aprobación de la comunidad religiosa, el que un pastor o evangelista “deje” el ministerio congregacional para dedicarse al “ministerio” de la administración pública o el ejercicio del poder político.
¿En esta comprensión de los alcances del trabajo religioso habrá una comprensión implícita de los límites del campo religioso? ¿Cuáles son los posibles intercambios simbólicos entre el lenguaje religioso y el lenguaje político? ¿Son “mezclas semánticas” como ha sugerido la epistemología de Clodovis Boff (1980) en su teología de lo político o son, como lo demuestran las ciencias de la religión actuales, necesarias implicaciones mutuas? ¿Hasta qué punto ambos campos, el religioso y el político, deben mantenerse separados, es decir demarcados limítrofemente? En caso afirmativo ¿Quién tiene la potestad de normarlo? ¿No será esta una imposición de la modernidad que a lo mejor no tiene cabida en América latina, donde los procesos de modernización capitalista no derivaron en un secularismo a ultranza como en Europa?
A donde quiero llevarlos es a una revisión crítica de nuestra comprensión de la especificidad de los campos de actuación, en tanto somos sociedades organizadas con igual derecho de intervención en el país. Además, la tradición muestra que los evangélicos en América Latina casi siempre han intervenido directamente y sin ninguna vacilación en la producción o reforma de las constituciones políticas, aún si ejercían el ministerio pastoral. Tal es el caso del ingeniero y pastor Pedro Arana en el Perú o del teólogo y pastor José Míguez Bonino en Argentina.
No ha pasado lo mismo cuando los evangélicos han formado “partidos confesionales” en una perspectiva mesiánica (Pereira de Queiróz, María Isaura,1969) Aquí la crítica pasa por poner en juego el prestigio personal del ministro y su ministerio, la identidad e institucionalidad de la iglesia, así como el compromiso individual y la libertad de los miembros. En los casos donde la intervención fuera mediante “partidos civiles” (no confesionales) la reserva ha sido más bien ideológica aceptando tácitamente a los partidos de orientación neoliberal y rechazando a los que tenían una orientación socialista o un perfil revolucionario. El rechazo a los partidos civiles se ha presentado en forma ética acusando la impureza de la política partidaria, dada las condiciones de corrupción en las que se han sumergido nuestros gobiernos desde su formación hasta nuestros días. En esa comprensión la política es profana, en tanto que la religión es sagrada. Comprensión que, por lo demás, justifica una “visión teológica santificacionista” (Wilson, Bryan, 1970) según la cual la participación evangélica se debe dar con el propósito de “limpiar” o santificar el terreno político. El texto bíblico recurrente usado para apoyar esta tendencia es Proverbios 29:2: “Cuando los justos dominan el pueblo se alegra; más cuando domina el impío el pueblo gime”, además de los conceptos de la “sal” frente a la corrupción y “luz” en las tinieblas del Sermón del Monte (Mateo 5:13-16) a los que están llamados los cristianos.
Lo que en realidad viene a convulsionar el campo político actual son los estilos de hacer política de los practicantes religiosos. Estos han incursionado en la vida política trasladando preocupaciones prácticas y proyectos eclesiales a la arena política, provocando en los críticos la acusación de ingenuidad o folklorismo político.
A modo de conclusión
¿Es que los creyentes no conocen otros modos de participación política que los modos rituales de la religión o es que creen que los modos actuales son profanos? ¿Por qué congresistas o presidentes elegidos esgrimen solo reivindicaciones religiosas o moralistas? ¿Qué está revelando esta práctica sacramental de nuestros políticos evangélicos? ¿Será acaso que la participación de los religiosos está transformando el campo político, o estamos frente a una reducción del campo político y por ello mismo de un vaciamiento del contenido político? Lo cierto es que la comunidad evangélica está pasando de ser una minoría insignificante, a una minoría significativa en América Latina y El Caribe.
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